Es común la confusión en la comprensión de los conceptos “incapacidad laboral” y “discapacidad”. En ocasiones nos han llegado comentarios sobre el temor de que la tramitación de un expediente de discapacidad conduzca, sin que lo queramos, a una declaración de incapacidad para el trabajo. Esto es algo que no debe ocurrir, pero para fijar los límites y los contenidos de cada expediente -discapacidad e incapacidad laboral- vamos a tratar de exponer en las siguientes líneas los contenidos de ambos conceptos. También apuntamos algunos consejos a la hora de documentar lo que pretendamos, sea discapacidad o sea incapacidad.
Aunque ambos conceptos aluden a una merma física, psíquica o sensorial de las capacidades de la persona, no son, ni jurídicamente ni a efectos prácticos, conceptos equiparables, ni en su definición ni en su tratamiento.
La incapacidad laboral es la pérdida de capacidad para el trabajo habitual, sea en grado parcial, total, absoluto o de gran invalidez. La certificación de una incapacidad laboral no tiene nada que ver (o no tiene mucho que ver) con la certificación de la discapacidad. Podría darse el caso (al menos teóricamente) de que una persona no tenga ninguna discapacidad y que resulte incapaz para el desarrollo de la profesión habitual, y viceversa.
La discapacidad es la disminución de capacidades desde un estándar de “normalidad”, una disminución de capacidades que provoque ciertas dificultades en el desarrollo de la vida ordinaria, y no precisamente en el desarrollo de la vida laboral. Es fácil encontrar ejemplos. Una persona puede necesitar silla de ruedas para desplazarse (tendría esa discapacidad), pero puede no tener absolutamente ninguna dificultad para desarrollar su trabajo habitual.
La regulación de incapacidad y de discapacidad se aloja en fuentes materiales diferentes.
La discapacidad está regulada en el “Real Decreto Legislativo 1/2013, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social”.
La incapacidad está regulada en el “Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social”
Además, los tribunales evaluadores y con capacidad para certificar incapacidad y discapacidad son diferentes y están alojados en organismos diferentes de la Administración. La certificación de la discapacidad corresponde a las áreas de Servicios Sociales de las Comunidades Autónomas, mientras que la incapacidad laboral ha de ser constatada y certificada por el INSS.
No obstante, discapacidad e incapacidad tienen un espacio de intersección que es interesante conocer: se trata del reconocimiento ex lege, o podríamos decir “de oficio”, de una discapacidad del 33% por el mero hecho de obtener la incapacidad laboral. El procedimiento en este caso comienza con la tramitación de la incapacidad laboral y una vez obtenida ésta se pide al departamento de Servicios Sociales la “convalidación” de un 33% de discapacidad.
Más allá de este espacio de intersección, no hay más relación en la tramitación de discapacidad y de incapacidad.
Una cuestión relevante es que la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social tiene como una de sus finalidades fundamentales facilitar las posibilidades de mantenimiento de la actividad laboral por parte de quienes obtengan la certificación de un grado de discapacidad. Es decir, que la tramitación de una certificación de discapacidad no tiene que conducir a un riesgo de ser declarado/a sin aptitud para trabajar. Así se deduce de los artículos 13, 17 y 35 de la recién citada ley.
En cuanto a la incapacidad laboral, como ya se ha apuntado, puede ser parcial, total, absoluta o gran invalidez. La incapacidad total tiene la asignación de una pensión del 55% de la base reguladora, o del 75% de dicha base reguladora si se trata de incapacidad total cualificada. Para que una incapacidad total sea cualificada se debe superar la edad de 55 años, al tiempo que se ha de estimar una dificultad objetiva para la reinserción laboral.
La base reguladora se obtiene de acuerdo con la fórmula del artículo 197 de la Ley General de la Seguridad Social, considerando los últimos 96 meses cotizados.
Visto lo anterior, se puede concluir que no tiene que haber trasvase de información entre órganos administrativos en los procedimientos de certificación de la incapacidad y de la discapacidad.
Además, hay que tener en cuenta que el objeto de cada uno de los dos procedimientos es radicalmente distinto. La certificación de discapacidad tiene por objeto fijar porcentualmente el grado de diferencia con un patrón “normal” en el desarrollo de la vida cotidiana (sin hacer ninguna consideración en relación con el trabajo). En cambio, la certificación de incapacidad laboral sólo tiene por objeto la fijación del grado de imposibilidad de desarrollar la actividad laboral habitual, sin entrar a evaluar aquellas otras dificultades en la vida cotidiana.
Por tanto, discapacidad e incapacidad son conceptos diferentes, se valoran en lugares diferentes y uno no prejuzga la existencia de otro.
Todo lo anterior nos lleva a tratar de averiguar cómo puede un certificado médico obtenido con una finalidad conducir a resultados diferentes a los buscados, incluso perversos.
De entrada, por todo lo dicho anteriormente, no debería haber incidencia alguna.
No obstante, lo prudente es no aportar nunca un certificado que exponga algo que no pretendíamos.
Obviamente, nos enfrentamos al problema de discernir si el “paciente” tiene capacidad para incidir en el contenido de las diversas certificaciones que pueda solicitar a los profesionales médicos.
Podríamos pensar que no tenemos autoridad (“auctoritas”) para dictarle al médico el contenido del certificado.
Por si así fuera, conviene acudir a los criterios de los profesionales.
Sin excluir la posible existencia de opiniones divergentes, es interesante el criterio que exponen Xavier Calvet, Jaume Motos y Albert Villoria en su artículo “Cómo redactar un informe médico para la valoración de minusvalía o
discapacidad” (Revista “Medicina clínica”, 9 de noviembre de 2013)
Afirman los citados que “Es importante que el médico que elabora el informe no se atribuya funciones que corresponden al juez o a los evaluadores. En este sentido, el informe no debe contener ningún juicio sobre la capacidad laboral del paciente. Las afirmaciones del médico responsable asistencial en el sentido de que el paciente no está capacitado para trabajar constituyen una intromisión en la función de los organismos evaluadores del Estado o del juez, y nunca son bien recibidas. Decidir si el paciente es apto o no para trabajar requiere la valoración conjunta del grado de discapacidad del paciente y del profesiograma, y es competencia exclusiva de los organismos evaluadores o, en su caso, del Juez de lo Social”
Por ello, siguiendo estos criterios, es aconsejable hacer explícito de forma clara al encargar un certificado médico que no queremos valoraciones sobre aptitudes para la actividad laboral, sino simplemente la exposición médico-técnica de las patologías advertidas.
Hay que saber que los facultativos tienen la obligación de certificar el estado de salud del paciente, de acuerdo con el artículo 22 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Los certificados son gratuitos cuando así lo establezca una disposición legal o reglamentaria.
Para acabar, conviene apuntar que, de entrada, la puesta en marcha de cualquiera de los procedimientos -de incapacidad o de discapacidad- es relativamente sencilla y no debería requerir la intervención de abogado. No obstante, por la transcendencia -personal, laboral y económica- de la cuestión en juego, es aconsejable que si se presenta alguna dificultad, se contrate la asistencia de un profesional jurídico experto en la materia.