Cuando era pequeño, hace ya muchos, muchos años, oía hablar de los niños pobres y las monjitas. Los pobres pedían, extendiendo la mano, “una limosna por caridad” (esto no ha cambiado mucho). Las señoras de la alta sociedad organizan rastrillos para recaudar unos duros para los niños pobres; no creo que tan siquiera lo hagan para lavar sus conciencias, como mucho, para remarcar las diferencias sociales, intuyo…
Ahora ya no se oye mucho hablar de caridad y de las monjitas. Ahora oímos hablar de solidaridad y de ONG. Pero, ¿realmente ha cambiado la idea y la intención?
Convendría abordar la cuestión desde una perspectiva económica, desde la consideración de los modelos. Es obvio que los liberales consideran que cada persona corre la suerte que se merece, que están quienes triunfan económicamente y están quienes son incapaces de generarse el propio sustento; en una sociedad libre, no tiene sentido que los listos mantengan a los tontos por el hecho de serlo (listos y tontos). La sociedad libre da a todos las mismas oportunidades, aseguran, mientras contratan trabajadores y trabajadoras y les ofrecen salarios al nivel del SMI, o incluso menos, con las trampas que, por ser tan listos, saben diseñar y aplicar. El de los trabajadores pobres es un nuevo fenómeno, ampliamente comentado últimamente.
Desde una perspectiva intervencionista, a la que nos adherimos, el sistema económico liberal genera desajustes e injusticias que alguien tiene que reparar. Ese alguien, para que la reparación sea democrática, debe ser el Estado, que es la suma de todos y todas. A este planteamiento se adhieren diversas corrientes ideológicas, desde marxistas radicales hasta socialdemócratas. Incluso firmes partidarios del mercado se adhieren a estos enfoques intervencionistas: a Keynes le vamos a gastar el apellido, de tanto usarlo. Sus planteamientos sobre los fallos del mercado y la necesaria intervención estatal para corregirlos vienen a explicar la base consensual del Estado del bienestar.
En esencia, el Estado, que somos todos, debe hacerse cargo de la acción social que corrija las desigualdades. ES algo que está implícito en los sistemas constitucionales de los Estados sociales de Derecho, y también en el nuestro. Basta recordar que la Constitución del 78, en su artículo 31, establece que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad”. Al tiempo, la Constitución asume como derechos de la ciudadanía, que necesariamente se traducen en gasto público, los derechos a la sanidad, educación, vivienda, y protección social. El artículo 41 de la Constitución se refiere a esta última cuestión, la protección social.
Abordemos la cuestión de una manera práctica y, quizás, más didáctica. Usted pone 100 euros para protección social vía impuestos, y entrega otros 100 euros de su bolsillo a una ONG. Yo, que ingreso más que usted, pero soy más tacaño, pongo 150 euros, pero únicamente vía impuestos. Así que, al hacer el recuento final, la carga no ha sido equitativa. Usted dirá que tiene derecho a ser más generoso. Nadie se lo niega. Pero no estamos hablando de generosidad ni de caridad, sino de derechos. Ponga usted lo que quiera, pero acepte que la dirección del gasto la asuma el Estado.
La alternativa es que incluso las donaciones privadas no sujetas al procedimiento del pago de impuestos, deben someterse a los criterios del Estado a la hora de acudir a resolver situaciones de necesidad. De no hacerlo así, estamos volviendo a la caridad y a las monjitas de hace medio siglo.
Así lo entienden las organizaciones de los trabajadores sociales, que inciden en la necesidad de que haya una intervención pública, a través de los departamentos de Servicios Sociales de las administraciones. Lo acaban de reiterar en la comunicación del Consejo General del Trabajo Social del pasado 6 de marzo (http://cgtrabajosocial.com/). No aceptar la intervención pública, moderadora y de introducción de factores de equilibrio y de justicia social, nos retrotrae al sistema de caridad y a la arbitrariedad.
Recuérdense las campañas de algunos grupos, generalmente de ideología ultraderechista y xenófoba, que periódicamente organizan repartos de alimentos “sólo para nacionales”, con lo que convierten el rechazo a los otros en un valor que, además, genera beneficios.
También merece una reflexión el asalto de la caja pública que se produjo en el País Valenciano en la época en que Rafael Blasco era conseller de Solidaridad. No sólo no se comparte la necesaria intervención pública, sino que se utiliza al Estado para robar alzando la bandera de la solidaridad. Es el modelo neoliberal, de asalto del Estado para utilizarlo desde los intereses privados.
Por tanto, para erradicar las prácticas de caridad y de reparto arbitrario de ayudas, hay que resituar el papel de las ONG. Que colaboren (muchas lo hacen con toda la decencia y dignidad), pero que lo hagan sometiéndose al control público y a los criterios directores de las administraciones. No hacerlo así es apostar por la caridad, que nace de la consolidación de la diferencia (listos y tontos; ricos y pobres) y, en consecuencia, contribuir al entierro del Estado del bienestar como pacto del capital y el trabajo. Un pacto que había funcionado hasta que los liberales recuperaron recursos para cambiar el sistema, amparados en una crisis que no lo es. Cuando se cumple paso a paso un programa ideológico, no hay crisis. En todo caso, existe un intento de cambio de sistema.
Aviso para ingenuos: no todas las propuestas políticas conducen al mismo escenario. Hay modelos alternativos. Lo absurdo es que quienes no tienen nada elijan reiteradamente el modelo de quienes lo tienen todo.
©2015 Victor Sánchez